Diez fragmentos divagatorios en torno al reflejo (deseo) del otro
“En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz, se entraba y salía por los espejos. Una noche, la gente del espejo invadió la tierra. Su fuerza era grande, pero al cabo de sangrientas batallas las artes mágicas del Emperador Amarillo prevalecieron. Éste rechazó a los invasores, los encarceló en los espejos y les impuso la tarea de repetir, como en una especie de sueño, todos los actos de los hombres. Los privó de su fuerza y de su figura y los redujo a meros reflejos serviles. Un día, sin embargo, sacudirán ese letargo mágico” [1]
1. [Narciso sin narcisismo]. Lo ajeno real es la mirada del otro que reduce el cuerpo desnudo a un fragmento manchado por la fantasía. Tintoretto, por ejemplo, marca en Susana en el baño la fusión de la mirada curiosa y extraviada con el autoerotismo especular en un espacio que oculta lo mirado por la joven contemplada a su vez por los viejos y todos ellos por nosotros. “Tintoretto invierte aquí la relación tradicional: el espejo pasa aquí a ser lo desconocido, lo intangible, detentador de una visión en el centro del mundo, de un saber que buscaremos desesperadamente, como esos viejos bajo todos los ángulos, incluso los más cómicos, para no alcanzar más que un fragmento. Y si oculta esta visión es porque los ojos de la carne no tienen poder, porque es vano esperar ver de una ser nada más que lo exterior. Que el agua se guarde su noche: Narciso debe finalmente fracasar en su búsqueda” [2]. Narciso en su acceder a la visión se encadena a un logos balbuciente mientras a su cuerpo sólo le responden signos simétricos y burlones[3]. El ansia de lo imposible le encadena a una experiencia en la que su identidad se hace definitivamente convulsa: un cuerpo hermoso transformado en flor. El que mira por primera vez se sorprende en lo ajeno de su mirada. Narciso cumple el fatal presagio de Tiresias, se ve a sí mismo y muere. Las lágrimas de Narciso le mostraron la tragedia de la desaparición de la imagen amada [4] tras haber intentando mil veces abrazar donde no se ofrece nada sólido. El anómalo deseo de lejanía [5], marcado por la conversión de la ninfa Eco en muro, desmantela cualquier suposición de que Narciso fuera narcisista a la manera freudiana. El Narciso de Leiro es un raro animal, una mezcla de jirafa con perro o liebre, literalmente pasmado contemplando su imagen en el espejo, descomunal y, sin embargo, dotado de una rara ternura. Da la impresión de que le gusta lo que ve acaso porque ignoraba cómo era. Ese reflejo elevado no tiene nada de melancólico aunque la posición de esa ser imaginario es verdaderamente inestable, arrastrando las patas traseras que tienen algo de muñones.
2. [La fatalidad del espejo]. Uno de los Sonetos a Orfeo de Rilke cifra el corazón de la belleza frente al espejo no en la visión inalterable sino en el olvido de sí mismo, en el otro lado del solicitar y ser solicitado que petrifica a Narciso. Los espejos estarían más allá de toda descripción, desconocido su ser, llenos de “agujeros de cedazo”, singulares intersticios del tiempo [6]. Tensa transparencia esta de la penetración del liberado y detenido Narciso en la impenetrable superficie del espejo, dominio de un tiempo crepuscular, siempre a punto de desvanecerse con el pasar de la imagen. La fatalidad del espejo casi hace pensar en la ceguera como un don [7]. Porque lo que esa superficie nos entrega no es aquello que deseábamos sino el testimonio de la erosión, la faz implacable del tiempo. Horridus es el nombre secreto de la belleza en Roma. Nosotros caemos en el “escalofrío de espanto” [8]. Sin embargo, no podemos llegar a ser sin el estadio del espejo [9], en esa constitución del imaginario que nos proporcionara placeres inmensos. Insisto en que ese Narciso que Leiro ha esculpido no siente que el encuentro con si imagen sea una fatalidad, antes al contrario, reposa, de forma definitiva, en una monumentalidad casi divertida.
3. [Ebrios de Dios]. Francisco Leiro coloca en lo alto de una columna a un tipo que se quita la chaqueta, hermano, seguro, de aquel otro que en pelota picada está sentado, indolente como si no esperara nada y, por supuesto, no tuviera que justificarse como un “pensador”. Recordemos la desmesura de San Simeón Estilita el Viejo que, después, de abandonar un monasterio cerca de Antioquia residió en una pequeña plataforma en lo alto de un pilar de piedra, para más adelante abandonar esa estructura e ir viviendo en pilares cada vez más alto, el último de los cuales, del que no se bajó en los treinta años finales de su vida, se cuenta que medía más de dieciocho metros. En la prodigiosa película de Buñuel Simón del desierto, el anacoreta está en lo alto de la columna, agitándose como si fuera la llama de una vela y sus defecaciones chorreando la cera que se derrite, soportando la inclemencia del desierto, predicando casi sin esperanza. La práctica anacorética tiene ribetes extravagantes o incluso espectaculares en el caso de Simeón el estilita [10] que en desierto sirio predicó desde una columna de sesenta pies de altura. Jacques Goimard lo ha presentado como un auténtico atleta del ascetismo, preocupado por el más difícil todavía en esa especie de ring entre cuyas cuerdas libra sus batallas con las tentaciones. El anacoreta genera en torno a sí incluso una industria hotelera [11]. Simón cambia, a los seis años, seis meses y seis días, de una columna a otra más alta; toca tierra y se aproxima su madre para separarse de nuevo. El estilita está ebrio de Dios, es una “rareza” y, al mismo tiempo, un testimonio. En el colmo del mundo al revés, un león lleva su cena de dátiles a Simeón. La columna, separada de toda arquitectura da lugar a los imposibilia o adynata: fenómenos extraordinarios [12]. Se trata de hacer desierto [13]. Entre rascacielos, allí donde la megalomanía arquitectónica quiere, como suele decirse, dejar su “firma singular”, habita uno de los estilitas de Leiro como una especie de aviso para navegantes. Pienso que si hablara podría recordarles a todos los ejecutivos que transitan, como gladiadores postmodernos, hacia las oficinas que tienen que “abandonar toda esperanza”.
4. [Gestos de cansancio]. Volvemos, inconscientemente, a aquel cansancio (barroco) del espectáculo [14]. Estamos destrozados como al final de Simón del desierto, cuando el anacoreta pasa de la columna a la discoteca para sufrir, en el mutismo extremo, lo diabólico del baile, otra danza macabra [15]. Las esculturas de Leiro dominan el espacio con una suerte de ambigüedad gestual que revela una perversidad de fondo [16]. El perverso, con toda su gusto escrupuloso por los detalles, persigue la ejecución de un gesto único que, además, es cosa de un instante. ¿Qué hace ese tipo encaramado en lo alto trajinando con la chaqueta?, ¿Quiere llegar a una redentora desnudez o en realidad está participando en la ceremonia colectiva del disfraz?
5. [Desconocimiento lúcido]. Tal vez, como pensara Isaac Luria, la luz está escondida en la opacidad de las cosas [17]. “No conozco –afirma Bataille- nada en este mundo que alguna vez haya parecido adorable que no excediera la necesidad de utilizar, que no devastara y no estremeciera al encantar, en una palabra, que no estuviera a punto de no poder ser soportado más” [18]. El esfuerzo artístico es el de hacer ver aunque sea para mirar la ausencia [19]. Veniet dies qua in speculo te non agnoscas. Tiene razón Petrarca: vendrá el día en que no te reconocerás en el espejo, el momento en el que tú imagen reflejada te molestará. Eso ya ha pasado. Fascinación y locura están, lo sabemos, muy cerca: no es fácil mantener la cabeza en la superficie del reflejo [20].
6. [Reflejos deleznables]. Un escritor ciego inventó una enciclopedia para asociar a los espejos con los coitos, ambos deleznables al multiplicar a los hombres. El inquietante Chupacabras, dispuesto en el espejo acuático de Narciso, ignora esas tribulaciones y tan sólo aguarda a los incautos que aún confían en su aspecto infantil que enmascara una maldad de fondo.
7. [Apóstrofe mortal]. De nuevo tenemos que recurrir a Perseo que se sirvió de su escudo como si fuera un espejo; el escudo le devolvió su propia imagen a Medusa que, presa de espanto, se petrificó a sí misma. El espejo que nos refleja desvela el misterio de la sexualidad mortal [21]. En un pasaje de las Metamorfosis de Ovidio la sombra de la imagen es nombrada como nada. “El vano intento de transformar la visión en abrazo desemboca en drama, en el momento extático en que el protagonista realiza, al fin, el “estadio del espejo”. La imagen (imago) no le engaña más, ya no es una “sombra”, ya no es “otro”, sino él mismo. “Ése soy yo” (Iste ego sum)” [22]. Acaso podamos reflejarnos, a la manera narcisista, tan sólo en esos restos que dividen nuestro deseo [23].
8. [Anticipando el desastre]. Extraña manera de comenzar: música de vals y tipos lanzándose por el tobogán de nieve. Un de Xaneiro: el esquiador embarullado con la proliferación aquello que le permite, literalmente, volar. Nombré, sentado en el estudio de Leiro, la resaca navideña, aunque en realidad lo que la pantalla narcolépsica transmite es un exorcismo de la catástrofe. Déja vu: repetición y giro, caída y compás. Estupefactos ante el espejo metamórfico de la banalidad pensamos, si tal cosa describe nuestro empantanamiento mental, que lo mejor sería quedarnos como estamos. El Narciso bestial de Leiro por lo menos se ahorra el salto al vacío, aunque está desequilibrado mantiene aún la mirada estática que goza en la identificación.
9. [Ensoñación, metáfora, alegoría]. Todo sueño se revela como el cumplimiento de un deseo. El extraño animal que reconoce su imagen en el espejo, el esquiador suspendido y el estilita que se (des)ajusta la chaqueta habitan en la vecindad expositiva. Condensación, desplazamiento y transferencia, aspectos analíticos del proceso onírico que, en la monumental materialización escultórica de Leiro, adquieren una cualidad enigmática, esto es, entregan al espectador una zona de metáforas en ebullición. El amor objetual [24], propio del narcisismo, impulsa el reconocimiento del deseo del otro. En cierto sentido, las obras extraordinarias de Leiro alegorizan la condición del artista, el sujeto que bucea en la sima de sus obsesiones y, al mismo tiempo, se encuentra tensado, vale decir en constante desequilibrio, en pos de la mirada ajena, esa que abrirá la dinámica del sentido.
10. [Una cita para (no) acabar]. “Crédulo, ¿para qué intentas en vano coger fugitivas imágenes? Lo que tú buscas –escribe Ovidio en las Metamorfosis- no está en ninguna parte; lo que tú amas, apártate y lo perderás. Esa sombra que estás viendo es el reflejo de tu imagen. Nada tiene propio; contigo llega y se queda; contigo se alejará, si puedes tú alejarte”.
Fernando Castro Flórez